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La Princesa Envidiosa

    Había una vez en un palacio de Italia, una reina que no había tenido hijos. Deliberaba entre sus dos sobrinas mayores en cuál de ellas depositaría su reinado; ambas por casualidad o el destino habían nacido el mismo día y a la misma hora, pero debía reinar solo una.

   Donatella era de una belleza única, su piel era de una tersa blancura, su cabello era negro largo y ensortijado y sus ojos de un azul profundo como el océano; tenía muchos pre-tendientes, pero poseía cierta malignidad escondida detrás de esa deslumbrante belleza.

Isabella, por el contrario, no era bella, sin embargo, poseía una calidez humana con la que todos se sentían a gusto con su presencia.

 Cuando eran pequeñas, Donatella era la que hacía travesuras que se convertían en malas consecuencias para Isabella, porque siempre la acusaba injustamente para no ser castigada.

   Isabella, por ser humilde, la habían etiquetado como la celosa de la belleza de su prima, y que hacía travesuras porque quería llamar la atención. Así, por más que explicara y se defendiera, siempre era la castigaba la reina.

  Solo su madrina sabía la calidez de su corazón y la belleza interior que tenía Isabella.

   Cuando crecieron, Donatella asistía a todas las fiestas y bailaba con todos los que la pretendían, jugando a ser adorada; en cambio Isabella estaba enamorada desde pequeña de su compañero de juegos, hijo de un sirviente, con el cual se casó de escondidas de la reina, porque sabía que no le aceptaría a su pretendiente, y tuvo un hijo, Filipo. Donatella estaba indignada porque sabía que Isabella heredaría el reino por haberse casado primero y haber tenido un hijo. Sin embargo, Isabella no lo hizo por esa razón, sino por amor.

    La felicidad de Isabella fue opacada al año, porque su esposo murió misteriosamente.

   La reina consolaba a Isabella diciéndole  que sería ella la que heredaría el reino, porque tenía unos sentimientos fieles, era inteligente y poseía sensibilidad humana, demostrada en sus actos. Donatella las había escuchado detrás de la puerta y pensó:

    —No permitiré que Isabella sea la próxima reina. —Dijo con malignidad. Y fue a ver a su madrina que tenía fama de malvada bruja, a contarle lo sucedido y a pedirle ayuda.

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La niña, el tesoro y

los diablitos

   Había una vez una niña llamada Coco, que vivía en una casita a la orilla del mar, sobre un gran risco, desde donde se podía contemplar el precioso océano.

 

Su abuelo le contaba fan-tásticas historias de aventu-reros piratas, bucaneros y marineros que llegaban a las costas de América, en sus grandes galeones, a conse-guir agua y alimentos para su siguiente travesía, y que a su tatarabuelo le tocaba aten-derles sus necesidades. Y una vez le contó que fue

testigo de cuando un barco pirata desembarcó muchos cajones y bolsas, que según el abuelo, contenían preciosos tesoros, y que los escondieron debajo del risco.

 Coco se entusiasmó con esta historia, pero sus padres le prohibían acercarse a la orilla del risco porque era muy peligroso.

—Olvida esas historias, —le decía su madre—, al abuelo le hace falta un tornillo y por eso inventa cosas.

Coco no se contentaba con esa explicación, pero era una niña muy obediente y no insistía en aproximarse al risco.

Al poco tiempo su padre enfermó de gravedad. El doctor le dijo que sería necesario operarlo para curarle, de lo contrario moriría; pero la operación costaba mucho dinero y ellos eran bien pobres, vivían de la agricultura y la pesca.

Entonces Coco decidió buscar el tesoro del que el abuelo le había hablado tanto.

Tomó todos los lazos que tenía su papá y comenzó a amarrarlos uno por uno porque el risco era altísimo y no llegaría solo con uno. Cuando los hubo amarrado todos, y preparado con un morral con provisiones y una bolsa de cuero con agua, le dijo a su madre que iría al pueblo a buscar a una tía, hermana de su papá, que era bien tacaña y mala, pero que tal vez, tratándose de su hermano, lo ayudaría. Su madre pensó que eso iba a ser imposible, pero Coco era una niña dulce y al verle la carita de esperanza le dio el permiso de ir al pueblo. ...

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La Reina Cautiva

        Erase una vez un conquistador turco que se proclamó Rey de Abadán por todas las riquezas que había acumulado producto de saqueos en pueblos, y a cuyos habitantes los convertía en esclavos para construir sus suntuosos palacios y ciudades.

      Dominaba desde el Golfo Pérsico hasta los grandes desiertos. Era tan temido por las naciones vecinas que los reyes le entregaban sus riquezas y mujeres a cambio de que los dejara tranquilos.

       El Rey Abú Talib tenía un ansia de poder y placer que rebalsaba su gusto. Tenía muchas esposas, el más grande harem jamás registrado en ese entonces, entre ellas, las más bellas mujeres egipcias, turcas, moriscas, griegas, babilonias y africanas; pero aunque tenía de todo, el rey no era feliz.

          Un día llegó a sus oídos la existencia de un pequeño reinado al este de Siria, cuya reina, mantenida en el anonimato a los ojos de los hombres, era famosa por su sabiduría y buen juicio.

       Huérfana a los trece años tomó el mando con la madurez de un adulto, y sorprendió a los sabios consejeros con sus acertadas disposiciones y lógica profunda.

         Para evitar la profanación de tan maravillosa reina, la mantenían cubierta con un manto negro de la cabeza a los pies, usaba guantes negros para que nadie viera el color de su piel. Nadie sabía, a excepción de sus doncellas, a quienes había hecho jurar so pena de muerte, que nunca revelarían su descripción física, ni de qué color eran sus  ojos, o su piel, o su cabello, mucho menos cómo era su rostro.

       Esto despertó la curiosidad del monarca, quien ordenó su ejército y enfiló hacia el pequeño reinado, cruzando desiertos y ciudades en busca de otro capricho que saciara su ambición.

        La Reina Elena tenía dieciséis años, y cuando cumpliera los diecisiete años, se le buscaría esposo entre los mejores mozalbetes de las familias que poblaban el reino; y ese sería el primer hombre en verla.

     El pueblo no era guerrero, eran artesanos, tejedores y alfareros. Vivían tranquilos vendiendo sus productos a los pueblos vecinos.

Cuando la Reina Elena se dirigía a su pueblo para un cabildo abierto, era presentada desde una torre en forma piramidal. La cúpula estaba diseñada de modo tal, que se cerraría para siempre cuando la reina muriera.

         La entrada era por un túnel secreto que conectaba del palacio a la torre; todo esto era para evitar curiosos que, llevados por la ambición de verla pudieran revelar y mancillar con su mirada tan precioso secreto.

Cuando oyeron del ataque del Rey Abu Talib, muy apurados escondieron a su reina en la torre.

          El pueblo no opuso resistencia, solo sus cuatro custodios del palacio, quienes fueron desarmados sin problemas y llevados ante el rey.

           —Pero, ¡¿un reinado sin ejército?! —Exclamó el rey—¡Esto es una burla! —prosiguió indignado por lo fácil que había sido tomarse el pueblo.

        —¡Piedad! ¡Oh rey! Nuestro pueblo no es guerrero, somos artesanos. —Suplicó Elías, uno de los custodios del palacio.

          —¡Maldición! ¡Tanto para nada! —Exclamó y meditó unos momentos—.  ¡Un momento, ustedes esconden algo!

           —Ya te entregamos nuestras riquezas. —Se apresuró a decir el otro custodio, Omed.

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La niña buena, la mala

y el árbol

   El jardín de la abuela de Adelita siempre estaba lleno de flores de penetrante aroma y de diversos colores; estaba surcado de caminitos intrincados que llevaban a lugares mágicos, unos llenos de mariposas multicolores, otro que daba a una pérgola con enredaderas de flores blancas, y otro, que pasaba un puente que atravesaba un estanque largo con ninfas en flor, y ranitas que sonreían a los visitantes.

   Al otro lado del pequeño puente casi terminando el camino, había un frondoso árbol, cuyo tronco medía igual que la sala principal de la casa, por lo que era considerado por su abuelita, un árbol centenario con mucha sabiduría, y que daba cobijo y albergue a pajaritos y conejitos.

    La dulce anciana le contaba historias fantásticas sobre este árbol. Le decía que reunía bajo sus ramas, espíritus felices, y que les ayudaba a subir al cielo a través de sus inmensas ramas y tronco.

    Le contaba que entre las 8 y las 9 de la noche los espíritus de los que habían muerto se reunían bajo el árbol, y éste les ayudaba a su ascensión al cielo. Pero que entre las 2 y las 3 de la madrugada, las almas de los muertos a esas horas, eran llevadas hacia el purgatorio, o sea hacia abajo.

   —¿Y por qué a esas horas abuelita? —Preguntaba Adelita con la curiosidad de una niña de diez años.

     —Porque en la noche muere gente enferma, o anciana que una vez se duermen, quedan así para siempre, pero en la madrugada solo gente mala anda a esas horas, y mueren por su maldad.

       —¿Y los puedo ver?  —Preguntó Adelita.

      —No, porque es algo que las almas hacen en silencio y no quieren curiosos. Además, si alguien trata de verlos, abrirá la puerta de los ángeles caídos y

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La reina sabia

     Había una vez un pequeño caserío formado por tribus de nómadas que cruzaban el desierto en busca de pastos para sus ovejas, y mercados para vender sus productos  de leche de cabra y cueros.

     Como era una cruel costum-bre entre las tribus de nómadas, la esposa que daba a luz una niña, la prometían en matrimonio o la sacrificaban al nacer.

       Ese era el destino de una niña que al momento en que el padre la iba a prometer en matrimonio, toda la aldea fue atacada y saqueada por enemigos.

       En la confusión, la madre tomó a la niña, la envolvió en su manto y huyó con ella por el desierto.

       La valiente madre llamada Sali, y su hija, a la que llamó Loira, atravesaron el desierto, cruzó montañas y valles hacia Egipto. Se hacía pasar por hombre, modificando su voz y vistiéndose como tal, y a Loira la había vestido con ropas de varón, para que nadie las fuera a maltratar. Porque no hubieran sobrevivido entre las tribus que le daban hospedaje, como era costumbre en el desierto; que de haber sabido que era una mujer, la hubieran tratado mal.

      Así sobrevivieron los años que duró su huida hacia Egipto, porque Sali era originaria de ese lugar.

      Al llegar a Egipto, Sali entró al servicio de la reina, quien era famosa por su sabiduría. Loira cumplía doce años, y recibía educación junto a los hijos de la soberana.

        En la aldea nómada, el padre de la niña, quería dar cumplimiento a su destino cuando la prometió en matrimonio al nacer. Fue muy duro para él saber que Sali lo había abandonado, y envió a sus cinco hijos, que ya tenían edad suficiente para defenderse y viajar, a buscar a su hermana y la madre de ella, para traerlas a la tribu y llevar a cabo el matrimonio entre la niña y el joven escogido cuando Loira nació, y a la madre para ser castigada por haber huido de su hogar.

      Los cinco hermanos emprendieron el viaje para buscar a su hermana, y cada uno había desarrollado un don maravilloso que su padre les entregó al nacer, y que gracias a esos dones darían con el paradero de su hermana. A Abu le entregó el don de la orientación; a Omar el don de hablar varias lenguas; a Mohamed el don de la fuerza; a Jasan el don de hablar con los animales; a Alí el más joven de todos, el don de la sabiduría.

                Así, los cinco hermanos hacían uso de sus dones para seguir la pista de su madrastra y su hermana hasta llegar a Egipto.

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