CAPÍTULO I
Viendo hacia el pasado
Vanessa había regresado del hospital con su bebé recién nacido a su modesto apartamento, y estaba viendo con horror las imágenes por televisión de su precioso apartamento en Manhatan destruido por una bomba, y el cadáver de su madre cuando la trasladaron en una ambulancia. Desecha en llanto, se sentía vulnerable, indefensa y temerosa.
Comenzó a recordar su infancia tan feliz con sus padres, y cómo cambió su vida desde el momento en que dejó su casa y salió al mundo real. Reflexionaba por qué se encontraba, en esos momentos, incapaz de sobreponerse y en un estado de pánico.
Atrapada en sus recuerdos, se dejó caer pesadamente en el sofá, con la mirada ida en la televisión, pero sin prestar atención más que a su memoria. Se le vino a la mente desde el día en que recibió la noticia de haber sido aceptada en la Universidad de Harvard, en Cambridge, Massachusetts, para estudiar la carrera de Abogado. En el acogedor hogar en Miami, sus padres la llenaban de besos y felicitaciones por haber alcanzado su sueño. Era su única hija y su gran orgullo.
Su madre salvadoreña, Anabela Gertrudis Salazar, había huido de la guerra civil de El Salvador y emigrado a los Estados Unidos para continuar sus estudios y regresar cuando se terminara la guerra. Pero eso no sucedió y luego de graduarse de la Universidad de Miami, se casó con Peter Williams. Y formaron un hogar estable, procreando a su única hija Camila. Ella, ahora de 17 años, y un gran entusiasmo de juventud, se disponía a dejar su hogar para seguir sus estudios superiores de Derecho, en la Universidad de Harvard, el sueño de todo estudiante aplicado.
Pero antes que iniciara sus estudios, Anabela decidió darse unas vacaciones en familia. Le había hablado mucho de su país natal El Salvador, y desde que emigró a los Estados Unidos nunca había regresado, llevaba ya 28 años viviendo en Miami. Solo mantenía correspondencia con sus familiares, dos hermanas mayores que ella, que se habían quedado viviendo en Santa Ana, una preciosa ciudad con vestigios todavía del pujante y deslumbrante pueblo que fue antaño.
Peter estuvo de acuerdo en que llevara a Camila a conocer su otra familia en El Salvador. Anabela también conocería un país totalmente diferente a como ella se acordaba, después de la guerra civil que lo dejó acabado, sumado a los terremotos que lo dejaron devastado, El Salvador presentaba ahora una cara totalmente renovada, pujante en su comercio e industria.
Camila estaba impresionada, las distancias para ir de la capital hacia el interior del país, a la playa, o a lugares turísticos eran cortas, y eso le agradaba. Había más tiempo para platicar. La gente era muy simpática y sonriente.
Santa Ana, uno de los catorce departamentos y el segundo en importancia, todavía mantenía tradiciones y costumbres; una de ellas eran las tertulias, reuniones de señoras a tomar café con tamales o pan dulce, en la terraza de las casas de la austera sociedad santaneca, y hablar de todo un poco. Esto le simpatizó, había tiempo para platicar y divertirse, era una vida muy calmada y sedentaria, en comparación con la agitada vida de Miami, donde cada día tenía que realizar muchas actividades, que a veces no le quedaba tiempo ni de hablar con su madre. Se sintió transportada a un mundo diferente como un viaje al tiempo pasado, rústico, pero con un cálido encanto.
Conoció a sus primos Sergio y Mauricio Salazar, de veinte y veintidós años, la llevaron a pasear en caballo por la finca, era época de floración y se veía como si una nevada les hubiera caído a las plantas. Camila pensaba que eran encantadores, y que eran muy caballerosos con ella, bien diferentes en su trato hacia una mujer, comparados con los americanos. Había distinción de sexos bien marcada, y los hombres tenían una educación de caballero, como ejemplo: le halaban la silla para que se sentara, le cedían el paso, le abrían la puerta para que entrara, esperaban que terminara de hablar, para hablar ellos, nunca andaban sin camisa frente a ella, porque era un irrespeto, no comían antes de que ella comenzara. Y en la calle la hacían hacia el lado de adentro de la acera y ellos se pasaban a la orilla de la calle para protegerla. Sus primos vivían en la capital en un apartamento alquilado mientras estudiaban en la universidad. Anabela y Camila se hospedaron con ellos, porque su madre no la iba a dejar sola aunque fueran sus primos. La cuidaba en exceso. A veces era sofocante su manera de educarla. Sus hermanas la criticaban por eso, la creían sobre protectora y perfeccionista con su hija. Anabela les respondía que si la dejaba a su libre albedrío, hubiera salido embarazada, drogadicta o alcohólica. Les contaba como en Estados Unidos las chicas desde los doce años andaban con novio a solas en el cine o parques; y que sus mamás las soltaban a que terminaran de educarse en la calle, como consecuencia los niños se volvían rebeldes e irrespetuosos.
Ante la insistencia de sus hermanas, accedió a que saliera con sus primos a la casa de la playa con las recomendaciones del caso, mientras Anabela hacía compras, platicaba con sus hermanas y visitaba más parientes en la capital, pero le llamaba unas tres veces en el día al celular que le había conseguido para controlarla.
La llevaron a la costa de Sonsonate, donde tenían un rancho a la orilla de la playa. Era grande y bien equipado para visitas, las que constantemente tenían, por la familia tan numerosa. Llegaron otros primos a conocerla y pronto se hizo una alegre reunión de solo primos y amigos de los primos.
Hicieron una lunada en la playa. Encendieron una fogata, Mauricio llevó su guitarra y le dedicó algunas canciones, las más populares del momento.
Camila estaba encantada de esa vida, era alegre, espontánea, divertida. Era un grupo de primos muy unido y se llevaban muy bien. Era fácil enamorarse del ambiente...
