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Capítulo I

El Accidente

 

 

          El vehículo se precipitaba violentamente por el barranco, después de haber sido interceptado por un picap negro vidrios polarizados, cuya intención de sus ocupantes era la de robarles todas sus pertenencias y secuestrar a alguno de sus miembros para pedir más; pero no les salió como lo habían planeado, y el conductor no paró, se puso nervioso y tomó un rumbo fatal.

          Era una familia guatemalteca compuesta de la pareja y un niño de ocho años, que acababan de pasar vacaciones con sus parientes en El Salvador. Un chofer los llevaba al aeropuerto, para regresarse a su país en avión, cuando los ladrones a bordo del picap les salieron al paso, sobre la carretera que llega al aeropuerto.

          Jesús, un niño de trece años que vio todo desde una pequeña loma, bajó rápidamente para auxiliar a sus ocupantes. La camioneta yacía retorcida en el fondo de la quebrada. Estaba todo revuelto, y había sangre. Vio al conductor salido por el parabrisas. Muerto. La pareja aun agarrados de las manos, tenían esa expresión de horror en sus rostros y estaban muertos también. De pronto, entre la ropa, muñecos y juguetes, oyó un quejido. Rápidamente buscó y encontró a un niño pequeño, inconsciente. Lo haló del brazo para sacarlo de entre el revoltijo de cosas. En eso estaba, cuando Jesús oyó que se acercaban los malhechores, bajando por el barranco a toda prisa para dar fin a su fechoría. Intuyó que estaban en peligro y tomó al pequeño. Lo arrastró lejos de ahí, y lo ocultó como pudo.

          —¿Cómo encontraremos el dinero en este revoltijo? —Preguntaron.

          —¡Cállate y busca rápido! —Le respondió el cabecilla de la banda.

          —¡Están muertos! —Exclamó el otro con remordimiento.

          —Mala suerte. —Dijo fríamente el jefe, y exclamó—: ¡Aquí falta alguien!

          —¿Quién? —Preguntaron los otros.

          —¡No lo ven idiotas! —Les gritó. —El niño no está. Debe estar por aquí cerca. Si no está muerto, pediremos rescate por él. ¿Entendido? —Les gritó, sin una pizca de remordimiento por las muertes de esas buenas personas, y solo pensando en el maldito dinero que sacarían del secuestro del pequeño.

          —La policía no tardará en venir, mejor nos vamos. —Dijo uno poniéndose nervioso.

          —¡No, buscaremos ahora! —Les ordenó el jefe perdiendo el control.

          Jesús que se había quedado escondido entre unos matorrales, viendo y oyendo a los asaltantes, trató de despertar al niño, pero aun seguía inconsciente. Puso su oreja en el corazón, y le encantó ese precioso sonido de vida. Lo cargó en su espalda, y comenzó a correr sin parar. Llegó exhausto a un arroyuelo, tomó un poco de agua, y trató de que el niño volviera en sí mojándole la cabeza. La reacción no se hizo esperar, el niño comenzó a despertar, luego vomitó, y se quedó un rato sentado. Se tomó la cabeza, le dolía mucho, tenía un golpe sangrante arriba de su frente. Jesús lo lavó con cuidado, le amarró un pedazo de su camisa para estancar la sangre, y le preguntó si podía caminar. Le ayudó a levantarse, y un poco aturdido comenzó a caminar. 

          —Hola yo soy Jesús, ¿y tú? —Le preguntó Jesús sin dejar de ver a su alrededor, en acción alerta.

          —Soy… yo me llamo… soy… No lo recuerdo, tengo la mente en blanco, me duele mucho la cabeza. —Dijo casi llorando y tomándose la cabeza—. ¿Qué me pasó?

          —No lo sé, pero si puedes correr, vámonos a la mierda porque ahí vienen. —Le dijo tomándolo del brazo para apurarlo. Había oído que se acercaban los bandidos.

          —¿Quiénes?

          —Después te cuento, ¡corre!

          La tarde comenzaba a caer y un impresionante crepúsculo se pintaba en el horizonte. Jesús y el niño se ocultaron para esperar si los bandidos todavía los perseguían, pero ya habían abandonado la misión, porque habían oído al radio patrulla acercarse al lugar. Tenían la foto del niño extraviado que sustrajeron de la billetera del papá. Sería fácil de identificar y encontrarlo, era blanco, rubio y ojos azules, una raza muy escasa en El Salvador.

          Jesús siempre veía los atardeceres desde la montaña. Le encantaban y lo hacían soñar despierto en su futuro. Ya más tranquilos, Jesús y el niño se quedaron viendo el celaje, descansando por la extenuante corrida y Jesús comenzó a platicarle.

          —Si no te acuerdas cómo te llamas, ¿qué te parece si te llamo Pepe? —Le preguntó Jesús.

          —Sí pues. —Le contestó haciendo su mejor esfuerzo por recordar—. Todavía me duele la cabeza, ¿sabes que me pasó? —Preguntó de nuevo.

          Jesús meditó unos momentos, no sabía si sería conveniente contarle lo sucedido, de que sus padres, según dedujo por el parecido, estaban muertos.

          —Pues yo te encontré tirado en el monte, no sé qué te pasó. —Dijo por fin.

          —Es extraño, no recuerdo nada. —Contestó Pepe tomándose la cabeza.

          —Mira Pepe, será mejor que vayamos a buscar algo de comer, porque se hace noche, y mañana averiguaremos que te sucedió—. Pepe asintió.

          Llegaron a Olocuilta, un pequeño poblado famoso por su comida típica, en especial las pupusas. Jesús se le acercó a una pareja que estaba comiendo y le pidió una pupusa, pero le dijeron con cara de pocos amigos, que no molestara. A Pepe le pareció raro conseguir comida pidiendo y no comprando. Jesús se acercó a otra mesa donde comía toda una familia, desde la abuela hasta varios niños de diferentes edades; se acercó con su carita alegre, con el optimismo de que ahí sí le darían, pero no le hicieron caso, los niños lo vieron con vilipendio y muy indiferentes le voltearon la cara. Jesús no tenía zapatos y andaba andrajoso, pero tenía una carita angelical con dos hoyuelos en sus mejillas, que retornaban la agradable sonrisa que regalaba.

          —Oye tú, ¿pero cómo es que pides?, mejor compra. —Le observó Pepe.

          —No tengo dinero, ¿tú sí? —Le preguntó Jesús con sus grandes ojos esperanzados.

          Se metió las manos en los bolsillos, pero solo halló dos monedas de colón.

          La dueña del comedor los corrió de ahí. Pero como había más comedores y estaban hambrientos, ya la tarde había caído, Jesús dispuso seguir pidiendo. Por fin, una pareja de novios más afanados en besarse y acariciarse, que en comer, le cedieron tres pupusas y una gaseosa. Feliz Jesús compartió con Pepe su botín, además de pasarse llevando, con mucha destreza, las sobras que habían dejado otros comensales en otra mesa.

          Pepe y Jesús comieron con mucho apetito.

          —¿Dónde vives, este…? —Con lo aturdido que estaba había olvidado su nombre.

          —Jesús, mi nombre es Jesús. Nací un 24 de diciembre, creo que no se te olvidará. —Le contestó sonriente, orgulloso de su nombre—. Pues vivo en todas partes.

          —¿Cómo así?

          —Donde me cae la noche, ahí duermo.

          —¿No tienes casa? —Preguntó Pepe muy asombrado.

          —Tenía, pero me fui.

          —¿Y por qué?

          —Pues mi mamá trabajaba en una de esas maquilas, y el jefe, un ingeniero de la planta, la dejó preñada, luego la despidieron. —Hizo una pausa para rascarse la cabeza, una mata de pelos greñudos que no sabía de la existencia de un peine en varios meses.

          —¿Que es preñada? —Preguntó Pepe.

          —Panzona pues, y me tuvo a mí. Y cada vez que podía me echaba la culpa de que por mí la despidieron, y yo ni me acuerdo. Estoy igual que vos, que no me acuerdo de nada, y si lo hubiera podido evitar, te juro que lo hubiera hecho. —Le dijo tratando de justificar, inocentemente, su existencia—. Me daba sendos garrotazos, luego tenía cada hombre que llegaba a la casa, y me tenían de cholero cuando la llegaban a coger.

          —¿Qué quieres decir con eso? —Preguntó Pepe que no le entendía una sola palabra.

          —Bueno, que hacían esas cosas de parejas grandes, así —le explicó al momento en que hacía la forma vulgar para demostrar el acto sexual, y que había visto entre los camioneros y choferes de buses—,  luego me mandaban a traer tal babosada, o a la tienda a traer cerveza, o cigarros, otras veces guaro. Así que no aguanté más y me fui. Lo único que me molesta es que ya no puedo ir a la escuela, porque tiene que haber un adulto que responda por mí. —Le dijo volviéndose a rascar la cabeza, inundada de piojos.

          Pepe trataba de entenderle lo que le decía, le parecía un niño extraño, pero muy simpático. Sus camanances en las mejillas lo hacían verse sonriente y confiable todo el tiempo; tenía unos grandes ojos negros, limpios y curiosos, que parecían comprender hasta los misterios del universo, y al mismo tiempo encerraban toda la inocencia de quien solo ha vivido trece años. Para su edad, era un niño bajo de estatura, le sacaba poca ventaja a Pepe, aunque era cinco años mayor que él, pues la mala alimentación callejera no le ayudaba a crecer, pero era fuerte y rápido, a pesar de todo.

          —Pues no es justo, ¿y no tienes más parientes? —Le preguntó Pepe.

          —Sí, pero no.

          —Hablas raro.

          —Vos también, —le dijo riéndose del acento chapín—. Un tío, hermano de mi mamá, era bueno conmigo. Me enseñó muchas cosas, me regalaba ropa cuando tenía trabajo, me enseñó primeros auxilios cuando trabajó de bombero, eso era ¡chivo! —Exclamó, luego una sombra cubrió su rostro—, pero lo mataron de puro gusto, cuando se quedó en medio de un enfrentamiento de maras.

          —¿Qué es eso de maras?

          —¡Pero qué bruto e ignorante eres! —Le dijo riendo— son niños grandes que se juntan y se pintan tatuajes en el cuerpo y se comunican con las manos, porque son bilingües. Se ponen pañuelos en la cabeza y andan armados, asaltan y violan. Son drogadictos y todo el mundo les tiene miedo porque andan en pandillas. —Le simplificó en un segundo un gran problema social que toma hasta cuatro páginas enteras en los periódicos, volúmenes sociológicos y psicológicos, análisis de grandes eruditos en la materia y propuestas de leyes para juzgarlos, y otro tanto igual para defenderlos y justificarlos de sus malas acciones—. Yo le huyo cuando veo a un marero, porque hacen cosas malas, y este tío me enseñó, que hacer algo malo trae consecuencias malas. Y es cierto, porque a los que han capturado, los meten en cárceles horribles, y sufren cosas peores de las que hacen afuera. Todo se paga, me decía mi tío. ¿Y tú vas a la escuela?

          —Yo… no sé, creo que sí, no me acuerdo de nada. —Le contestó Pepe.

          —Yo creo que sí porque hablas muy fino. Bueno vámonos a buscar un lugar donde dormir. Ya es noche y empieza a hacer frío.

          —¿Y dónde dormiremos? —Le preguntó Pepe bostezando, y viendo a su alrededor si había alguna vivienda donde Jesús pasaría la noche, porque solo veía negocios.

          —Mi lugar favorito, en noches como esta, es debajo de un puente, son bien calientitos. —Le dijo con una gran sonrisa.

          Pepe no sentía que él dormía debajo de un puente, tenía cierta idea de que dormía bajo techo y en una cama, pero por el momento era lo único que tenía, y su mente todavía seguía en blanco.

          Llegaron a un puente, y debajo de una piedra muy grande Jesús había escondido periódicos y ropa, dos camisas igual de andrajosas como la que andaba, pero limpias porque las había lavado en el río. Pepe no se sentía bien, y vomitó todo lo que había comido, no estaba acostumbrado a comer comida popular o de la calle, como se le dice.

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo II

En búsqueda de comida

 

 

          Al día siguiente, se levantaron muy temprano, despertados por una rastra cañera que corría por el puente, y que hizo estremecer toda su estructura, tanto que los asustó. Se repusieron del susto y luego se rieron a carcajadas, por lo tontos que se habían visto.

          —¿Ahora dónde iremos? —Le preguntó Pepe—. Tengo hambre.

          —Eso es lo que siempre tengo yo, hambre. —Le contestó Jesús con su peculiar sonrisa—. Creo que un poco de trabajo no te caerá mal. Así recogeremos dinero para comprar comida.

          Se escabulleron detrás de un bus que iba hacia la capital. Iba apretado de gente, por lo que se encaramaron de polizones en la parrilla, donde llevaban los canastos y tanates con productos de sus cosechas o granjas, para vender en el mercado. Pepe sentía que él no vivía de esa manera. Era frustrante para él, no acordarse de nada todavía, pero como todo niño, estaba dispuesto a vivir aventuras. Y con un niño como Jesús, al que encontraba fascinante, viviría las mejores aventuras de su vida.

          —Agarrate bien Pepe, porque una caída de aquí y no la cuentas. —Le advirtió Jesús. Pepe siguió las indicaciones de su amigo, y se aferró a los lazos que amarraban todos los tanates. Y muy contentos iban sintiendo el aire pegar en sus rostros, y peinaba sus cabellos tiesos por el polvo.

          Llegaron al Mercado Central, era todo un bullicio de señoras gritando, cargadores llevando y trayendo grandes bultos de verduras, frutas, gallinas y cosas; mendigos acomodándose en las aceras mostrando sus peores partes, para conmover a los transeúntes; unos mutilados, otros quemados, con granos pudriéndose en su piel, enfermos mentales, con piernas inflamadas como elefantes. Todo lo peor que la naturaleza hubiera escupido en sus peores momentos, gente con pies al revés, dedos sin aparecer, en fin era una exhibición de criaturas con el alma de seres humanos.

          Fueron donde una señora, la Niña Cande, quien siempre le daba algo que hacer a Jesús, para que se ganara un colón. El encargo era llevarle el desayuno a su marido, el vigilante que estaba de turno frente a la puerta del mercado. Se le hacía agua la boca, y le chillaba la tripa con mucho escándalo, al oler el plato de comida que llevaba.

          —¡Bueno, ya tenemos un colón! —Dijo Jesús con mucho entusiasmo—, presiento que luego nos haremos de buena plata para poder comer. Me has traído suerte. —Le dijo a Pepe.

          —¡Hey Chuz! —le gritó una vendedora—. ¡Ayudale a la señora a llevar la carga al carro!

          Jesús y Pepe le cargaron las bolsas del comprado hasta el vehículo. La señora les dio un colón a cada uno, con una agradable sonrisa de agradecimiento.

          —¡Bien, ya tenemos tres colones! —Dijo feliz.

          Y así pasaron unas tres horas, hasta que reunieron siete colones. Pepe ya estaba cansado, como no tenía nada en el estómago, y el trajín de la mañana le había agotado. Fueron a un restaurante de comida rápida, pero no los dejaron entrar por sucios y andrajosos.

          —¡Oiga tengo dinero para comprar! —Reclamó Jesús.

          —¡Así no pueden entrar! —Les contestó fríamente el guardia de seguridad.

          A Pepe se le había antojado comer ahí, y se le hacía agua la boca de pensar en una suculenta hamburguesa y papas fritas. Fueron a otro puesto de comida rápida donde vendían donas y bebidas. Ahí los dejaron entrar, con la condición de que compraran y comieran fuera del establecimiento, porque el mal olor que tenían, no iban a dejar comer a gusto a las demás personas decentemente vestidas y olorosas.

          Resignados salieron. Pepe estaba indignado de comer en la cuneta de la calle. Jesús estaba acostumbrado. Pepe puso una servilleta debajo de la comida para no contaminarla. A Jesús le dio risa lo escrupuloso que era Pepe para comer, los meñiques parados, limpiándose con la servilleta, mientras él, con el dorso de la mano y con la manga de la camisa.

          —¡Tú no eres un hijo de puta! —Le dijo Jesús muy jocoso.

          —Pero que palabrotas, ¿a qué te refieres? —Preguntó Pepe asustado por la expresión.

          —Bueno, ¿sabes lo que es una puta?

          —Eso creo. —Le contestó un poco sonrojado por la palabrota.

          —Bien, yo soy hijo de una, porque siempre me lo repetía mi mamá. Así como me ves, se crían todos los hijos de puta, aunque los hay peores. A veces quisiera retroceder el tiempo, y ser un hijo de una buena madre, que me lleve a la escuela, y me bese y me abrace, como he visto que hacen las madres con sus hijos, bien vestidos, limpios y alimentados. —Dijo con una mirada melancólica, y agregó—: vos debes ser un hijo de una buena madre.

          —No recuerdo a mi madre. —Dijo Pepe cabizbajo.

          —Ese problema debe ser el chichón que tienes en la cabezota. Tal vez lo pueda curar mi abuela. —Le dijo cambiando bruscamente de tema, sentía que no debía ser tan abierto con sus sentimientos, eso solo demostraba flaqueza, y en la calle debía demostrar rudeza.

          Partieron al terminar de comer.

          La abuela de Jesús vivía en un barranco, una zona marginal a la orilla de un río, en una casucha de cartón, láminas viejas y madera. Jesús tocó la puerta hecha de latas trituradas.

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