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EL ENCUENTRO

 

 

          Por fin aterrizó la avioneta. Buscó a su papá, pero no lo vio. Reconoció el viejo jeep gris que tenía. Un joven la saludó muy alegre de verla. Intuyó que era el mozo de la finca por su aspecto. Vestía blue jins, camisa a cuadros, una gorra manchada por el sudor, y botas de cuero. Se adelantó para tomarle las maletas.

          —Buenos días, Gabriela. —Le saludó Víctor muy emocionado de volverla a ver después de tantos años. Y la confianza de decirle Gabriela era porque había cuidado de ella cuando pequeña y se sentía parte de la familia; así lo había hecho sentir Esteban.

          —¡Señorita Gabriela para usted! —Le corrigió viéndolo de pies a cabeza en forma altanera; y preguntó en seguida—: ¿Y mi padre?

          —La está esperando en la finca. —Le contestó desilusionado por la forma abyecta en que lo trató.

          Este joven era el hijo de crianza de la nana Milagro, era huérfano de padres, su madre murió al darlo a luz y su padre se hizo un borracho que lo mataron en una riña callejera. Se llamaba Víctor Manuel, era de una complexión musculosa y fuerte, de facciones varoniles, ojos pardos y piel morena, fuera del prototipo común de esa región; y era el brazo derecho de Esteban. Recogido por Estaban al morir su padre, quien había sido por muchos años el caporal del padre de Esteban. Lo había puesto a estudiar hasta Bachillerato, luego hizo estudios universitarios en San Salvador, pero no terminó por el cierre de la Universidad Nacional; por esos años ya era el semillero del Ejército Revolucionario del Pueblo, una organización clandestina que manejaba las protestas, huelgas y manifestaciones callejeras hacia la clase alta del país.

          El camino fue silencioso, tanto Víctor como ella no cruzaron palabra alguna. Ella estaba absorta en sus pensamientos, no había tenido tiempo ni de despedirse de su mejor amiga. Recordaba las últimas palabras de su madre: «Mañana partirás…, mañana partirás», que no cesaban en su mente. Se sentía muy resentida con ella, enojada consigo misma, y temerosa de lo que le esperaba en la finca. Cuando era pequeña adoraba la finca, había mucho que hacer, jugar escondelero, correr, jugar mica, un dos tres queso, deslizarse por las laderas en cajas de cartón, jugar a la tiendita y pagar con corcholatas, la carne era la flor del guineo, las hojas eran los billetes; adoraba subirse a los árboles, y cuando era temporada de cortas, ella salía con su canastito a cortar también. La imaginación para divertirse no tenía límites, recordó la canción de un juego que le encantaba mucho: «chanchavalancha Rositas del Marqués, me dijo una señora que cien hijas tenéis... ». Pero ahora..., ¿qué haría?, ya no era una niña de juegos; más bien era una señorita de novios y fiestas.

          Víctor, por su parte, pensaba en lo hermosa que se había hecho, pero altanera y petulante, la niña que había conocido tan dulce y amable había desaparecido: era otra persona.

          Pasaron el pueblo de Berlín, aunque era temprano, se sentía la brisa helada de las montañas. Tomaron el desvío al Valle San Lorenzo en donde se encontraba la finca San Esteban, a unos dos kilómetros camino arriba del pueblo. La calle era empedrada en algunos tramos y de tierra en otros, la brisa levantaba el polvo al paso del vehículo. Gabriela sintió ese olor característico que despedían las fincas de café que surcaban el camino a ambos lados, pero la señal de que ya iban llegando, era el olor de cuatro imponentes cipreses que tenía la entrada.

          La casa de la finca estaba rodeada por un muro del lado de la calle, pero en el nivel de la casa hacía la función de un balcón topado de plantas colgantes. A un costado estaba la finca de café, al otro, después de un gran patio en donde secaban el café estaba la casa de dos plantas, su fachada era de arcos de piedra cubiertos casi totalmente por la hiedra. La entrada principal, en el arco del centro, estaba adornada por un túnel de veraneras de todos colores que había mandado a plantar Doña Estela. ¡Qué orgullosa se hubiera sentido al verlo ya florecido y maduro! Y frente a los otros dos arcos había jardines de rosas y geranios. En la terraza había unas sillas de madera y una silla columpio que colgaba del techo. Todo estaba igual.

          Dentro de la casa, la distribución era perfecta, una estancia principal y luego una sala íntima con chimenea y un pequeño bar, tirada en el suelo una alfombra persa que le daba un toque oriental elegante; a la derecha se encontraba el comedor, la cocina y el cuarto donde se guardaba leña; a la izquierda, el estudio de Esteban y un cuarto de huéspedes que se ocupaba como bodega y a veces se quedaba Víctor a dormir. Los escalones para el segundo piso eran de madera torneada y rechinaban al paso. En la segunda planta habían cuatro cuartos y un cuarto de baño común, con una tina amarillenta por los años. A la derecha de la casa estaba la cochera donde guardaban un pick up, el jeep, un remolque y la bodega donde guardaban sacos, lazos, moldes y otras herramientas de labranza. Luego seguía un pequeño sembradillo de árboles frutales y otro pequeño terrenito donde cultivaban maíz.

          Se bajó despacito, temerosa del encuentro con su padre. Le salió al paso la Nana Milagro, tía de Víctor, era una india regordeta de mejillas rosadas y brillantes, al sonreír se dejaba ver una dentadura incompleta, por su pelo negro azabache era difícil calcularle la edad, pero andaba por los cincuenta años.

          —¡La niña! —gritó efusiva—. ¡Ya vino la niña!

          La rodearon muchos niños curiosos que vivían en los alrededores y que les había llegado la noticia de que llegaba la niña Gabriela, acontecimiento que no se podían perder.

          La nana se le tiró a abrazarla. Gabriela se sentía algo incómoda, pues no sabía qué hacer, no se esperaba tal recibimiento. Entraron a la casa, y Don Esteban, al oír los gritos de la nana, salió de su estudio.

          —¡Mire Don Esteban qué linda está la niña Gabriela! —le dijo la nana.

          En efecto, había heredado lo mejor de sus padres, los ojos azules, labios gruesos y el porte de su padre, la tez bronceada, por la moda entre las jóvenes de lucir el mejor bronceado, el cabello rubio liso y facciones finas de su madre. Cumpliría los quince años en noviembre.

          Ambos se quedaron contemplándose un rato, ella no lo podía creer, en solo cinco años ¡cómo era posible que su padre hubiera envejecido tanto! Parecía de mucho más de sesenta y tenía cincuenta y cinco años, estaba medio calvo, tenía bolsas en los párpados inferiores, su cuerpo antes atlético, era deforme, tenía un prominente abdomen y sus piernas y brazos demostraban flaccidez. Lo único que no había cambiado era el cigarrillo en la boca. Hasta su mirada ya no tenía el mismo brillo de antes. Y él, contemplaba a su hija formada como una señorita; se parecía tanto a su madre que le daba una profunda nostalgia, durante cinco años había tratado de olvidarla, pero ahora, Gabriela se la recordaría.

          No hallaban qué decirse, después de cinco años ella había perdido la costumbre de llamarlo «papi». Y él, mudo, solo contemplaba el gran parecido con Estela. Mil pensamientos se le vinieron a la memoria, solo recordaba a su niña de nueve años, y ahora se le presentaba una adolescente.

          —¡Cómo has crecido! —Exclamó. Era lo único que se le ocurría decir. Para él era una desconocida. En su memoria solo se le había grabado la imagen de la niña de nueve años.

          —Sí, así dicen..., y ¿cómo ha estado? —Se le ocurrió preguntar, también se sentía extraña, su padre ya no era el mismo de antes.

          —Bien ¿Y tu madre?

          —Está bien.

          También él había perdido la costumbre de tratar dulcemente a su hija, a pesar que en sus adentros tenía ganas de abrazarla y besarla, como cuando era pequeña, que ambos tenía interminables formas de demostrarse amor. Ahora estaba crecida, no la podía cargar en brazos.

          —¿Qué tal el viaje? —Preguntó por preguntar algo, estaba muy cortado.

          —Bien.

          —Estarás cansada. ¡Nana! ¡Llévala a su cuarto!, creo que te acuerdas de la casa, ¿o no?

          —Sí está tal como me acuerdo. —Dijo viendo para todos lados.

          —¡Víctor, llévale las maletas al cuarto! —Ordenó.

         

          Subió al cuarto, al que ella ocupaba de pequeña, todo estaba igual a como lo recordaba. Todavía estaba su primera lamparita de Mickey Mouse, una cajita de música con la que se dormía y un espejito de mango de madera sobre la mesa de noche. Sobre la juguetera estaban sus primeras muñecas con los pelos cortados casi al ras, un osito que le faltaba un ojo. Abrió las gavetas de la juguetera. Allí estaban sus primeros dibujos sobre un papel ya tostado y amarillento por el polvo y el tiempo, había dibujado a su padre y a su madre en un corazón, era lo que quería representar en su imaginación infantil, en unas figuras deformes. Casi todos sus dibujos representaban una familia feliz. Le dio sentimiento y sintió ganas de llorar por lo que los guardó rápidamente. En las paredes todavía estaban unos angelitos de cerámica con caritas sonrientes, solo que palidecidos los colores por el tiempo. En una de las esquinas, un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, colocado en una repisa de madera torneada con dos veladoras polvorientas y con telarañas que le daba el aire de religiosidad pueblerina a la habitación.

          Era increíble que hasta la misma cortina de hace cinco años estaba intacta, y su cubrecamas color rosa con bordados en las guardas hechos a mano por su abuelita. Abrió la persiana, y dejó que entrara un viento helado. En ese momento llegó su padre.

          —Cierra esa ventana o te resfriarás... —Hizo una pausa y prosiguió—. Yo no almorzaré aquí, tengo que asistir a una junta muy importante en San Miguel, pero regresaré mañana. Este, cualquier cosa que necesites dile a Víctor o a la Nana, estás en tu casa. —Le dijo y salió a hacer lo suyo.

          —Sí, gracias, vaya recibimiento. —Dijo para sí.

 

          No sabía qué pensar de su padre, era un completo extraño para ella, diferente a la imagen que tenía de él hacía cinco años. Decidió buscar otra cosa en qué ocupar sus pensamientos. Después de todo una «Chica Fresa» no podía llorar, ni ponerse sentimental, pensó.                                                                         

          El Club Fresa lo había formado ella en el Colegio con las chicas de sociedad, y quienes querían pertenecer, tenían que vestir a la última moda, no ser sentimentales porque eso era debilidad, debían tener un novio o dos, tenían que ser las mejores deportistas, demostrar superioridad y nunca delatar a nadie, ese era su código de honor. Y la que quería ingresar, tenía que hacer una desobediencia al profesor que Gabriela escogía, para poder aspirar a la chaqueta Fresa.

          Bajó a almorzar sin apetito, aunque no quisiera reconocerlo, le había afectado bastante el cambio, sólo pensaba en la aburrida que se daría en la finca.

          Recorrió la casa silenciosa, salió un rato a la terraza y se sentó en el trapecio, era una tarde de octubre, con mucho viento helado. Volvió a entrar a la casa y subió a su cuarto a descansar, luego se llegó la hora de cenar, tampoco comió mucho y se fue a dormir.

 

 

 

 

LA CASA DE LA TÍA ARMIDA

 

 

          Al día siguiente se despertó tarde. Los ruidos de la noche no la habían dejado dormir tranquila, además la conciencia la molestaba mucho. Quería creer que todo había sido una pesadilla, pero con desilusión volvió a recorrer el cuarto con la mirada, los cuadros, los juguetes, la imponente cómoda, el baúl al pie de la cama. Se tapó con las sábanas. Quería llorar, pero no podía, estaba tan rencorosa con su madre que le costaba trabajo creer lo que le estaba sucediendo.

          Un olor a café tostado en la cocina de leña le despertó el apetito, decidió hacer a un lado sus pensamientos y le ordenó a la nana el desayuno en la cama.

          Cuando la nana se disponía a llevárselo, Don Esteban la detuvo.

          —Deja eso en la mesa, yo iré a avisarle. —Le ordenó.

          Subió al cuarto de Gabriela y abrió de golpe la puerta. Ella se asustó.

          —El desayuno se sirve en la mesa —le dijo—, y date prisa en vestirte porque vamos a salir.                                                                                  

          Se quedó muda, ni siquiera un «buenos días». Esto será muy duro, se dijo para sí.

          Se levantó y se vistió, con el frío que hacía no tuvo valor de bañarse, así que se lavó la cara únicamente y bajó al comedor. Ahí estaba su padre como siempre, con su cigarrillo en la boca, una taza de café negro humeante y leyendo el periódico.

          —Buenos días —lo saludó.

          —Date prisa en desayunar, tengo que ir a ver los trabajos y quiero que me acompañes —le dijo sin dejar de leer su periódico.                       

         

          Aparte de la finca que rodeaba la casa, Don Esteban tenía dos más, una llamada «El Banquito» por la forma de banco que tenía la loma; y la otra, «San Antonio», llamada así por un tío suyo que se la vendió, porque sus hijos no quisieron hacerse cargo de ella. Fueron primero a ver El Banquito, esta finca estaba dividida, la otra mitad pertenecía a su cuñado Benedicto Argueta casado con su hermana Armida Bustamante, ya fallecida, pero de cuya muerte poco se sabía.

          Se internaron en la finca para reunirse con los trabajadores. Se aproximaba la temporada de corta y la estaban preparando: cortando la mala hierba, quitando un poco de sombra y rehaciendo las veredas. Esteban le iba explicando lo que estaban haciendo, quitándole el matapalo, una hierba que se le pegaba al palo de café, pero a Gabriela no le interesaba mucho lo que decía su padre, y solo pensaba en sus compañeros, y en los paseos por la capital y en tanto lugar donde se podían divertir, y ella se lo estaba perdiendo y encima de todo tenía que oír las aburridas explicaciones de la finca que le daba su padre.

          —¿Me estás poniendo atención?

          —¡Sip! —Le contestaba sin saber  lo que le decía.

          Esteban, por su parte, pensaba en que mejor hubiera nacido varón, así se entenderían mejor, aunque recordaba lo cariñosa que era cuando niña, y lo bien que se llevaba con ella. Era su adoración, pero siempre con la esperanza de que Estela tuviera otro hijo, y varón.

          Pero, ¿qué podría hacer con una adolescente? Sabía que ella no le prestaba atención a lo que le iba diciendo. En la finca no había nada para una chica. Todavía no comprendía porque se la había enviado Estela. Cuando hablaron por teléfono, él se opuso al principio en recibirla, pero su amor por ella le hizo recapacitar y accedió sin hacer más preguntas, pero se sentía incómodo con ella, no sabía cómo tratarla.

          Pensando así, llegó Víctor y se pusieron a platicar sobre la situación política del país, lo que se oía de la guerrilla en Morazán, y sobre los disturbios de sindicalistas en San Salvador.

          —Realmente Don Esteban yo no sé en qué vamos a parar, todo se ve bien improvisado, ahora la Junta Revolucionaria de Gobierno ya tiene otro presidente el Ing. José Napoleón Duarte.

          —Sí y mira a quien pusieron de Vicepresidente, al Coronel Abdul Gutiérrez —comentaban—, ya se vio que los militares no saben mucho de gobernar o hacer política, saben defender la soberanía de un país, pero hasta ahí.

          —En San Salvador está terrible la situación, aquí por lo menos anda la Fuerza Armada y alguna protección considero que tenemos; pero allá, ya se declararon en las calles sin más ni más, andan sueltos por todos lados, se toman Catedral como entrar a su casa, es increíble que no les pongan paro. Y también las quemas de buses y llantas, no entiendo ¿cómo es que los dejan hacer eso? Si es el transporte del pueblo que dicen defender. —Decía Víctor.

          —Pero lo que sí duele es que asesinen a la gente civil.

          —Pues si son bien vivos, se escudan entre la gente para que el Ejército no les tire, pero cuando tienen que bombardear cantones, ni modo, matan a la gente inocente también.

          —No tienen ningún respeto por la gente. Dicen defender al pobre, pero es al que más están jodiendo.

 

            Se enfrascó tanto en la conversación que descuidó a Gabriela. Esta fue a buscar un lugar donde sentarse, algún tronco o un claro en la penumbra de la finca. Encontró una veredita, y recordó cuando jugaba con los niños de los campesinos a seguir vereditas dentro de la finca, y como por reflejo siguió el caminito. Llegó hasta un lindero y había  una ladera enfrente, vio hacia arriba y para su sorpresa, se levantaba imponente la casa de su tía Armida. Se entusiasmó con la idea de volver a ver a sus primos, y con alegría pensaba que terminaría su calvario y aburrimiento. Aligeró el paso, iba subiendo impulsada por la esperanza de verlos, pero al llegar a la cima una sombra le cubrió el rostro. La casa de dos plantas descuidada por abandono. Recordó como era, de color amarillo claro con balcones cafés, un jardín que era la envidia de Estela, con un inmenso cedro en el centro de un redondel, los jardines se componían de bellos rosales de todos colores. Nada de esto estaba, había ramas secas por doquier y hojarasca marchita acumulada desde hacía mucho tiempo frente a la casa, hasta el cedro parecía haber muerto también; las enredaderas eran de matapalo y de flores silvestres que tenían atrapada la casa, le llegaban hasta el segundo piso. La casa demostraba haber sido deshabitada por una eternidad, tenía una ventana quebrada y algunos balcones de madera destrabados. Aun así, decidió entrar,

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